…el ameno huerto deseado…
Este es el lugar en el que san Juan de la Cruz estuvo los tres últimos años de su vida,
desde el otoño de 1588 hasta el verano de 1591, y donde pasó muchas horas del día y de la
noche trabajando, orando y enseñando: trabajó sacando piedra para construir la iglesia y el
convento; oró en soledad, como el profeta a la boca de la cueva, contemplando la hermosura y
la grandeza de Dios; y enseñó encendiendo con sus versos el corazón de sus más variados
discípulos. Tres actividades que evocan la presencia y la triple dimensión de nuestro poeta
místico: el menestral, el contemplativo y el maestro. Tres lugares también para ti, para el alma
del visitante, para elevar los ojos al cielo e ir «sobre toda hermosura / gustando allá un no sé qué /que se halla por ventura».
Pero antes de adentrarte por la espesura de este «ameno huerto» de fray Juan, te
recuerdo el deseo y la nostalgia de dos escritores, poetas contemporáneos, que solían venir
también a este lugar, pero tuvieron que conformarse con verlo de lejos, que quisieron hacer en
su día lo mismo que hoy vas a hacer tú, y no pudieron.
Uno de ellos era Antonio Machado, que en sus Cartas a Guiomar le habla de sus paseos
por los alrededores de Segovia, por la alameda de la Fuencisla, y le dice: «Yo no sé si tú
recuerdas estos lugares; pero seguramente tú has paseado alguna vez por aquí. Por aquí está
también el convento de carmelitas descalzos, fundado por san Juan de la Cruz. En su huerto
alternan los cipreses y los almendros ahora floridos».
Y también María Zambrano, que en las hermosas páginas dedicadas a Segovia: Un lugar
de la palabra, escribe: «Coronando este lugar, aparecen dos templos casi tocándose: la Vera
Cruz y la iglesia y convento fundado por san Juan de la Cruz, donde su cuerpo reposa… El
huerto cercado se ofrece a la visión tan sólo en una especie de intangibilidad. No es posible
entrar en ese huerto, subir por el muy estrecho camino entre las peñas hasta la ermita, que
dicen fue habitación del santo mientras construía la iglesia y el convento, trabajando en ellos
como albañil también. No es posible adentrarse en la cueva donde debió de pasar más de una
noche más allá del sueño y la vigilia; ni beber en la fuente que ha de tener su manantial allí
seguro. Todo ello está a la vista en la ladera que sube, como si no subiera ni descendiera
tampoco, en un extraño género de presencia, como si se estuviese viendo dentro de un medio
más transparente que el transparente aire que por allí circula. Es una manifestación tan
completa que parece darse como la consumación de una palabra; palabra la más activa, como
lámpara, como el centro inmóvil del fuego. Una palabra que se consuma sin consumirse… Ha
debido de arder mucho fuego para que tal palabra nazca».
Y ya, sin más, entra con Juan de la Cruz al «ameno huerto deseado», camina por él y
con él «a zaga de su huella», «al aire de su vuelo», y que te sea una «dichosa ventura».
Entréme donde no supe,
y quedéme no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.
En la cueva grande y en la cantera: Juan de la Cruz, el trabajador
Juan de la Cruz fue un verdadero menestral, tanto de la materia (de la palabra y de la
piedra) como del espíritu; y nunca de superficies, sino de profundidades. Alguien lo llamó:
«minero clarihumano que trabaja donde Dios mismo se abrasa». Y María Zambrano añade:
«Allí mismo, en el huerto de san Juan de la Cruz, mas como lugar cualitativamente diferente,
las peñas se alzan aún más, se hacen altas e inaccesibles. En ellas se abren cuevas, secretas
galerías. Y la peña se hace así entraña materna, alma. El alma virginal de la palabra. Allí se da
a ver algo propio de la palabra: ser como agua allí donde la realidad es como piedra».


En la cueva donde oraba: Juan de la Cruz, el místico
Testigos de la comunidad de Segovia afirman que Juan de la Cruz solía retirarse con
frecuencia a este lugar para orar, durante el día y sobre todo de noche, que «se iba a unos
riscos y peñascos que tiene la huerta de aquel lugar y se metía en una cuevecita que había del
tamaño de un hombre recostado, de donde se ve mucho cielo, río y campo»… Quizá no haya
situación más propicia para la actitud contemplativa que la del ser humano ante la noche. Y
esto en cualquier tiempo o lugar. La oscuridad es un medio privilegiado para todo misterio,
para toda revelación, porque es de noche cuando mejor nos vemos.





Junto al ciprés: Juan de la Cruz, el maestro
Aquí, en lo más alto, Juan de la Cruz tenía su cátedra al aire libre, donde ejercía su
peculiar magisterio, abierto a todos y con sus propios versos. Tenemos el testimonio de
Jerónimo Yáñez Alcalá que así lo declaró en 1632: «También me precio de haber tenido por
maestro todo un verano al santo Padre Fray Juan de la Cruz, honra de los padres carmelitas, a
cuyo convento íbamos, a que nos leyese y explicase los himnos algunos condiscípulos míos,
que movidos con su ejemplo recibieron su hábito, y yo, como inútil, hube de seguir otro modo
de vida». Declarando sus versos, llevándolos a nueva claridad, la palabra de Juan de la Cruz
se hizo llama, una llama que, en palabras de Miguel de Unamuno, «sigue iluminando las
mentes y calentando los corazones».











