San Juan de la Cruz

Esta casa la inició san Juan de la Cruz en los tres últimos años de su vida. Murió fuera de ella, en Úbeda, en la noche del 14 de diciembre de 1591. Pero año y medio más tarde fue devuelto a este lugar, donde actualmente reposa su cuerpo y acoge a numerosos peregrinos.

De san Juan de la Cruz nos separan más de cuatro siglos ¿Tiene algo que decir a nuestro tiempo este creyente, reformador del Carmelo con santa Teresa, místico, poeta, teólogo y doctor de la Iglesia? ¿En qué sentido es actual para nosotros?

Ha sido en los últimos años, a partir de la segunda mitad del siglo XX, cuando san Juan de la Cruz ha sido más estudiado y mejor comprendido por artistas, críticos literarios, filósofos, teólogos y pensadores, con una producción bibliográfica más abundante y más rica que la de los tres siglos precedentes. Sus estudios han puesto de relieve la riqueza extraordinaria de su figura, el valor de su obra poética –apenas mil versos que le han situado en la cumbre de la lírica española–, la profundidad de su experiencia mística y la originalidad de su teología.

La actualidad de san Juan de la Cruz radica en ser el poeta y el místico de la Noche. Lo es, sin duda, por haber vivido situaciones de extrema dureza. Lo es, además, por la belleza concentrada que irradia su poema En una noche oscura, al que le dedicó los dos comentarios inacabados de la Subida del Monte Carmelo y de la Noche Oscura; y por haber descrito en esos comentarios la presencia de la noche, en su gran variedad de formas y de grados –noche del sentido y del espíritu, noche activa y pasiva–, más que como una etapa del camino espiritual, como un elemento estructural del mismo, derivado de la naturaleza propia de Dios, Misterio insondable para el hombre, y de la condición esencialmente oscura de la fe, único medio para la unión con Él. Pero sin olvidar que él nos habla de una noche «amable más que la alborada», cuya oscuridad no es por falta, sino por exceso de luz, que ilumina «más cierto que la luz del mediodía», y que por eso mismo está destinada a concluir en llama.

Para comprender la naturaleza de la experiencia sugerida por esos símbolos densísimos, sólo disponemos de una clave que acompaña todo su desarrollo: la del amor. Los tres poemas en los que Juan de la Cruz ha cantado el proceso de la contemplación (Cántico-Noche-Llama) son tres admirables poemas de amor. Como el mar sólo sabe a sal, todo en estos poemas sabe a amor. En la interpretación mística de Dios, del hombre y de la relación que los une, el centro lo ocupa el amor. La contemplación, en este horizonte, no puede ser más que contemplación amorosa. Y de la felicidad que se sigue de consentir plenamente al amor de Dios, dan idea expresiones como ésta: «Los limpios de corazón son llamados por nuestro Salvador bienaventurados, lo cual es tanto como decir enamorados, pues que la bienaventuranza no se da por menos que amor».

La obra del místico carmelita contiene otros mensajes que la muestran actual, e incluso providencial, para los hombres de nuestro tiempo. Puede proporcionarnos recursos impagables para la promoción del más auténtico humanismo. El más importante, sin duda, es su concepción del hombre como un ser habitado en su interior por la presencia del Misterio, como «deseo abisal» o fuente de la que está constantemente surgiendo, con una conciencia y un corazón «que no se llenan con menos de infinito», y que por eso necesita ir –salir, volar, como dice en los poemas– más allá de sí mismo para llegar a ser a la medida sin medida de Dios, a la que Dios mismo le ha destinado. Se dice que hoy nuestro mundo está sin noticias de Dios. Pocos guías tan seguros como Juan de la Cruz y su espléndida obra para abrir los oídos a las muchas noticias de Dios de que está llena la naturaleza –«Mi amado las montañas, los valles solitarios, nemorosos…»– cuando la miramos con ojos suficientemente ahondados. Maestro en muchas cosas, lo es también para todos los que buscan a Dios y aspiran a la unión con él. Toda su obra está orientada a ese «fin de amor para el que fuimos creados», a descubrir «los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados», la presencia de Dios que nos mira a nosotros y nos mueve permanentemente a buscarlo.